Ignacio Vázquez Moliní
Recuerdo que solía decir Mikel de Epalza con la socarronería que le caracterizaba, mientras disfrutaba con su sonrisa de niño grande frente a un rebosante plato de aquel cuscús mítico que preparaba la buena de Mesaouda, que España debería dejarse de declaraciones grandilocuentes y, al igual que afortunadamente desde hace mucho tiempo ha ido haciéndose en favor de los sefardíes, poner en marcha una acción mucho más decidida para preservar el legado de los moriscos andaluces. Eso era cierto, afirmaba con vehemencia, en todo el norte de África, pero sobre todo en Túnez, donde la impronta andalusí iba desapareciendo a marchas forzadas.
A Epalza le gustaban las sobremesas demoradas en las que desgranaba los aspectos más inverosímiles y recónditos de sus dos temas preferidos: el cuscús y los moriscos. Sobre el primero defendía con vehemencia que se trataba de la culminación de la gastronomía universal en el que se alcanzaban en perfecta y sabia armonía los más sutiles deleites del paladar unidos en un equilibrio perfecto de todo cuanto el cuerpo humano necesita para nutrirse.
Era una lástima, afirmaba, que en el levante español los antiguos moriscos, para evitar las suspicacias del Santo Oficio, hubieran tenido que transformar ese insigne plato en algo tan pedestre como la paella, renunciando a la siempre sospechosa sémola islámica en favor del arroz cristiano, cuando hubiera bastado con juntar al indispensable cordero unos sabrosos cortes de magro de cerdo acompañados de dos o tres generosas lonchas de tocino.
De la misma manera, Epalza explicaba con todo detalle cómo los moriscos expulsados de Valencia en 1609, donde representaban algo más del tercio de toda la población, llegaron a La Goleta y desde ahí comenzaron su peregrinación por todo Túnez. Muchos de aquellos moriscos gozaban de una considerable posición económica. Traían consigo sus enseres y en algunos casos también sus bibliotecas formadas, como era lógico en aquella época, apenas por unos pocos volúmenes que eran pacientemente atesorados por las familias.
Estos moriscos valencianos, a los que después se les unirían los demás expulsados del resto de España, ya habían perdido el uso de la lengua árabe y conservaban apenas unos rudimentos aproximados de la religión islámica practicada en secreto. Se instalaron en distintos lugares del actual Túnez. Entre todos los pueblos moriscos sobresale uno, Tazatores, la actual Testur, tanto por su fama de haber mantenido el castellano hasta bien entrado el siglo XIX, como por la famosa polémica levantada por Jaime Oliver Asín al defender la existencia de una primera edición del Quijote que habría visto la luz en Valladolid en 1604.
Se basaba Oliver Asín en unos manuscritos del morisco Juan Pérez, conocido en Tazatores como Ibrahim Taibilí, en los que rememorando su pasada vida en España, alude a una animada charla en Alcalá de Henares que tuvo lugar en aquel memorable año y en el que se mencionan al Quijote y a su modo de obrar como algo ya de sobra conocido por todos los presentes. A uno siempre le quedó la duda de si Epalza estaba o no de acuerdo con la tesis de Oliver Asín. Sin embargo, para haberlo podido averiguar hubieran sido necesarios muchos más platos de cuscús y todavía muchas más reposadas sobremesas.
A Epalza le gustaban las sobremesas demoradas en las que desgranaba los aspectos más inverosímiles y recónditos de sus dos temas preferidos: el cuscús y los moriscos. Sobre el primero defendía con vehemencia que se trataba de la culminación de la gastronomía universal en el que se alcanzaban en perfecta y sabia armonía los más sutiles deleites del paladar unidos en un equilibrio perfecto de todo cuanto el cuerpo humano necesita para nutrirse.
Era una lástima, afirmaba, que en el levante español los antiguos moriscos, para evitar las suspicacias del Santo Oficio, hubieran tenido que transformar ese insigne plato en algo tan pedestre como la paella, renunciando a la siempre sospechosa sémola islámica en favor del arroz cristiano, cuando hubiera bastado con juntar al indispensable cordero unos sabrosos cortes de magro de cerdo acompañados de dos o tres generosas lonchas de tocino.
De la misma manera, Epalza explicaba con todo detalle cómo los moriscos expulsados de Valencia en 1609, donde representaban algo más del tercio de toda la población, llegaron a La Goleta y desde ahí comenzaron su peregrinación por todo Túnez. Muchos de aquellos moriscos gozaban de una considerable posición económica. Traían consigo sus enseres y en algunos casos también sus bibliotecas formadas, como era lógico en aquella época, apenas por unos pocos volúmenes que eran pacientemente atesorados por las familias.
Estos moriscos valencianos, a los que después se les unirían los demás expulsados del resto de España, ya habían perdido el uso de la lengua árabe y conservaban apenas unos rudimentos aproximados de la religión islámica practicada en secreto. Se instalaron en distintos lugares del actual Túnez. Entre todos los pueblos moriscos sobresale uno, Tazatores, la actual Testur, tanto por su fama de haber mantenido el castellano hasta bien entrado el siglo XIX, como por la famosa polémica levantada por Jaime Oliver Asín al defender la existencia de una primera edición del Quijote que habría visto la luz en Valladolid en 1604.
Se basaba Oliver Asín en unos manuscritos del morisco Juan Pérez, conocido en Tazatores como Ibrahim Taibilí, en los que rememorando su pasada vida en España, alude a una animada charla en Alcalá de Henares que tuvo lugar en aquel memorable año y en el que se mencionan al Quijote y a su modo de obrar como algo ya de sobra conocido por todos los presentes. A uno siempre le quedó la duda de si Epalza estaba o no de acuerdo con la tesis de Oliver Asín. Sin embargo, para haberlo podido averiguar hubieran sido necesarios muchos más platos de cuscús y todavía muchas más reposadas sobremesas.
Fuente: estrelladigital.es
0 commentaires :
Post a Comment