I
Llamamos moriscos-andalusíes a los hispanos que fueron extrañados de la península ibérica y de la identidad nacional española, por el sólo hecho de ser o parecer musulmanes, o por descender de quienes fueron o parecieron musulmanes. Aceptamos el término morisco, a pesar de su carácter fragmentario y peyorativo, entendiendo que también comprende por analogía a musulmanes andalusíes y mudéjares. Sin embargo, los integrantes de aquel grupo heterogéneo de desterrados negaron calificarse de esta forma, prefirieron llamarse andalusíes y todavía hoy son denominados así en los sitios donde recalaron. Como una prueba más de concordia, hemos decidido conciliar ambos términos con los que se conocen a la misma realidad vista desde la otra orilla.
Aunque existieron persecuciones y exilios anteriores, el proceso oficial de asimilismo y destierro de los moriscos-andalusíes comenzó a partir de la unificación territorial y religiosa llevada a cabo en la península ibérica entre los siglos XV y XVI. Las proyecciones imperial en Europa y colonial en América, unidas a la creciente influencia del catolicismo como religión de Estado, hacían cada vez más incómoda social y políticamente la presencia del “otro” en los Reinos peninsulares de aquella España recién nacida. Sólo que judíos, musulmanes o gitanos eran tan españoles como quienes decidieron que sólo merecían serlo los que pudieran acreditar su ascendencia veterocristiana y limpia. Sobre estos grupos la historia oficial realizó una construcción antropológica de extrañamiento sin precedentes en España. A tal fin, primero se desterró a los sefardíes. Luego se inició la persecución contra el pueblo gitano. Y después, fueron expropiados y obligados a bautizarse a los mudéjares o musulmanes hispanos. Este hecho supuso la creación artificial de una categoría humana hasta entonces inexistente, convertida por decreto en minoría étnica sin serlo, y compuesta por aquellos musulmanes o hijos de musulmanes, asimilados o no, a los que denominaron genérica y despectivamente “moriscos”. La injusta persecución que padecieron estos españoles alcanzó su cenit, que no su final, con su destierro a partir de 1609.
Quienes lograron sobrevivir al duro trance del exilio, se dispersaron por los cuatro puntos cardinales, desde Tánger a Estambul, llegando incluso a América y al África subsahariana. Pero la mayoría de los supervivientes se instalaron en la costa magrebí, especialmente en los actuales Marruecos, Argelia y Túnez. La adaptación no siempre fue fácil debido a su condición hispano-andalusí y a sus diferencias en la lengua, costumbres e incluso religión con la población autóctona. Porque siendo cierto que muchos de estos moriscos eran conversos que guardaban de manera imperfecta el modus vivendi islámico, otros tantos eran cristianos convencidos por dentro y por fuera. En cualquier caso, aquellos desterrados se siguieron llamando a sí mismos “andalusíes” para mantener viva la memoria de su pertenencia sentimental hispana. Y lo han hecho hasta hoy, en sus apellidos y cultura más íntima y refinada, a pesar de la dificultad añadida que les supone mantener este hecho diferencial en comunidades que hablan mayoritariamente el mismo idioma y rezan al mismo Dios que provocaron su extrañamiento. Por todas estas razones, preferimos llamarlos moriscos-andalusíes, más allá del rigor academicista, en un ejercicio sincero de justicia espiritual e histórica.
II
La concesión del Premio Príncipe de Asturias de la Concordia 2010 a los descendientes de moriscos-andalusíes no constituye un ejercicio marginal de arqueología, sino de reconocimiento y visualización de una identidad cultural viva, propia y diversa, que nos pertenece. Aquí y allí. Porque fueron muchos los moriscos que no marcharon, muchos los que regresaron, y todavía más las huellas derivadas de su resistencia cultural que se han incrustado para siempre en el alma hispana. Unas huellas que con poco esfuerzo se pueden recorrer en nuestros días: un urbanismo singular, una tipología constructiva, su elogiada vocación hortofrutícola, la gastronomía, la lengua, el folklore y la música, la onomástica, la artesanía, el paisaje y su ordenación… Y, sobre todas ellas, las huellas en el alma. Las civilizaciones sobreviven a las personas y la morisco-andalusí, transmisora y depositaria de saberes, se mantuvo viva en la península ibérica gracias a la actitud de los que optaron por quedarse para superar el trauma del destierro. A aquellos españoles, condenados a vivir como topos, no les quedó más opción que esconder su condición morisca o aparentar exageradamente su antisemitismo e islamofobia como mecanismos de supervivencia. Y lo hicieron en permanente convivencia y simbiosis civilizatoria en los lugares de exilio interior. Así nació una cultura nueva, genuinamente nuestra, de la que desconocemos su raíz auténtica porque hemos negado sistemáticamente su existencia. Aceptar esta realidad ocultada equivale a aceptarnos a nosotros mismos y a completar definitivamente el mosaico intercultural del alma hispana, rota por la intolerancia contra toda disidencia o contra la más simple diversidad, con una de sus teselas más importantes y paradójicamente más invisible: la morisco-andalusí.
Allí donde decidieron permanecer tras el exilio, los descendientes de moriscos-andalusíes son y representan un paradigma intercultural, pacífico y respetuoso, absolutamente necesario en estos tiempos de homogeneización global. Un modelo de resistencia creativa, allí donde fueron y aquí donde se quedaron. Un ejemplo vivo y posible de pertenencia a dos culturas en un mismo espacio y en un mismo tiempo. Un testimonio real de las consecuencias que acarrea la negación del pluralismo y la diversidad cultural. Los moriscos-andalusíes son Occidente en Oriente porque fueron Oriente en Occidente. Ellos somos nosotros porque nosotros también somos ellos. Son una demostración auténtica y veraz del reto migratorio e intercultural de la contemporaneidad: se puede ser de cualquier lugar sin renunciar a ser uno mismo.
La Humanidad se enfrenta a un desafío de enorme valor y significado: el establecimiento de un modelo civilizatorio democrático que garantice el ejercicio de la ciudadanía, no como refugio de privilegios, sino como reconocimiento efectivo de derechos igualitarios para todos y cada uno de sus integrantes. Que sustituya en el fondo y en la forma la eufemística “gestión de flujos migratorios”, y en su lugar actúe convencido desde la diversidad cultural como alma y arma de los pueblos. Que sea capaz de entrever y concebir una sociedad cabal que se aleje definitivamente del permanente riesgo de ejercer la barbarie contra la diferencia. Este reconocimiento de la memoria viva de las comunidades y descendientes de moriscos-andalusíes hace efectivo el valor de la diversidad al tiempo que restituye la dignidad de los olvidados.
III
Por último, proponemos esta candidatura para la Concordia desde la concordia. Las comunidades sefardíes comparten el fondo y la forma de esta petición. Lo mismo deseamos que piensen y sientan cristianos, otros creyentes y no creyentes. Por ello, desde la hermandad, no desde el agravio, estrechamos la Mano de Fátima y la Mano de Miriam en un abrazo simbólico que recompone y actualiza nuestro pasado para el futuro. Terminamos reconociendo para los descendientes de moriscos-andalusíes, la sustancia de los argumentos que esgrimió el Jurado para conceder el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia 1990 a las comunidades sefardíes: “Después de siglos de alejamiento, este Premio quiere contribuir al proceso de concordia ya iniciado, que convoca a esas comunidades al reencuentro con sus orígenes, abriéndose para siempre las puertas de su antiguo país”
Córdoba, 2010
Fuente: Moriscos-Andalusies, Príncipe de Asturias de la Concordia 2010
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