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Feb 22, 2012

La política con el MORISCO


Manuel Barrios Aguilera
Profesor Titular de Historia Moderna. Universidad de Granada

Cuando nace el emperador Carlos V en Gante, el 24 de febrero de 1500, el término ‘morisco’ es prácticamente inexistente; cuando muere en Yuste, el 21 de septiembre de 1558, ese término no sólo es de uso común, sino que preludia amenazante su conversión en grave problema de Estado

«Nosotros somos los tiempos» (Ag.) Han transcurrido algo menos de sesenta años de densa historia, en que se ha pasado de la creencia en una razonable convivencia entre dos comunidades tradicionalmente irreconciliables a mucho más que la sospecha fundada de una imposible coexistencia. Apenas seis décadas, las primeras de un período de siete que en el Reino de Granada solemos nombrar como «época morisca». Un período demasiado breve como para explicar por sí mismo un deterioro tan acelerado –el tiempo de una vida humana relativamente longeva de aquellos tiempos; por más que no olvidemos que en la perspectiva cronológica del Antiguo Régimen en que se desenvuelve el siglo XVI, sesenta años era algo menos del doble de la expectativa media de vida de un hombre, y que el tempo histórico distaba de parecerse al nuestro–.


En su sentido más propio, «morisco es cristiano nuevo de moro». Es figura histórica que nace a raíz de la Conversión general y las Capitulaciones subsiguientes producidas en 1500-1502. Anteriormente, el término morisco sólo había sido utilizado en alguna ocasión pero en un sentido lato de alusivo a moro, sin mayor precisión connotativa. Los hechos bélicos finiseculares cuatrocentistas, una nueva derrota de los musulmanes, con la constatación del fracaso de un Estado con dos religiones, alumbrarán una realidad bien distinta, que se percibirá como problema cuando morisco se convierta, en la opinión gobernante, en sinónimo de cripto-musulmán. Para ello no habían de pasar muchos años: desde el momento mismo de la Conversión general, todo apuntaba a que la actitud del cristiano viejo no iba a ser muy diferente respecto de los «nuevamente convertidos» de la que había sido cuando eran mudéjares, es decir, «moros tolerados»: presión, asechanza, resignación difícil ante la decepción del «botín» de su victoria. La realidad de la vida cotidiana armaba la razón de los dominadores: los conversos de moros seguían siendo tan moros como antes. Para que se evidenciara la necesidad de un planteamiento político unitario y orgánico de asimilación-aculturación radical de la civilización morisca, en tanto que declaradamente islámica, se necesitaron veinticinco años; es decir, alcanzar 1526, en que el joven emperador, en Granada, entre en contacto con la cruda realidad de este Reino distante y exótico.

Cuando Carlos V llega a la capital del último Al-Andalus, en nuestra percepción actual, era poco más que un adolescente, abrumado por el peso de un inmenso y complejísimo imperio; empero, la realidad era la de un gobernante curtido en una intensa y ardua experiencia política, pues había pasado ya por grandes pruebas, como la propia consecución de la dignidad imperial, la revolución comunera y la fractura reformadora germánica. En un horizonte que eran presencia actuante la enconada enemiga de Francia (Francisco I), el peligro bifronte de la Sublime Puerta (Solimán el Magnífico), el cada vez más inquietante, irreversible, curso de la Reforma (Lutero)... Ante tales magnitudes, el problema morisco granadino no debía parecer gran cosa: era sin duda una cuestión menor, local y marginal; de ninguna manera perceptible como hecho global hispánico, pues en Castilla los largos siglos del período mudéjar habían operado de efectivo motor asimilador; los Reinos de Aragón y Valencia ni siquiera rozaban el año de estatus morisco y, en todo caso, antes y después, los antiguos musulmanes permanecían sujetos por los poderes señoriales. Las informaciones que recibe el joven emperador in situ son inquietantes. Los métodos evangelizadores de fray Hernando de Talavera han quedado en poco más que un bienintencionado testimonio, tan distante ya, devenido en dolorosa frustración; de la acción enérgica del cardenal Cisneros, aparte del nuevo estatus, sólo restan ácidas cenizas –las de las quemas de Alcoranes en Bib-Rambla– antes que promisorios frutos. Crispación y desengaño. Abuso e intolerancia de los cristianos viejos; rechazo y encastillamiento de los moriscos en su irrenunciable ley. Todo son quejas. El emperador activa un aparato informativo preciso y cualificado: oficiales civiles y eclesiásticos del máximo rango ponen manos a la obra de compilar datos y opiniones que fundamenten acciones futuras, serias y ponderadas.

El resultado dista mucho de tan buenos propósitos; son los acuerdos de la Congregación de la Capilla Real. La cédula real de 7 de diciembre de 1526 que los contiene es un corpus sistemático de medidas aculturadoras orientadas a borrar hasta el menor rasgo de las señas identitarias del pueblo morisco. Cuando se repasan los nombres de quienes de una u otra forma participaron en su gestación, ora en las visitaciones previas, ora en las sesiones propiamente dichas, se es presa de la perplejidad. La mayoría son grandes dignatarios de la Iglesia o del gobierno de la Monarquía: Alonso Manrique, arzobispo de Sevilla; Juan Tavera, arzobispo de Santiago; Pedro Ramiro de Alba, arzobispo electo de Granada; Gaspar de Avalos, obispo de Guadix; Fernando de Valdés, del Consejo de la Inquisición; el doctor Lorenzo Galíndez de Carvajal, consejero real; el predicador fray Antonio de Guevara, el comendador Francisco de los Cobos..., llamados incluso a mayores responsabilidades y honores futuros. ¿Cómo es posible que hombres tan doctos y versados elaboraran unas medidas tan extremadamente duras? Algunos eran reputados humanistas, además de servidores de la Iglesia y el Estado, otros dignos vástagos de aquel árbol promisorio que fue el primer arzobispo de Granada, «el santo alfaquí», hombres de probada virtud. Sin embargo, cuando nos acercamos un poco a sus biografías comprendemos en seguida que la invisible barrera que separaba a cristianos viejos de moriscos no se había erigido sólo con la ignorancia o el recelo de las gentes del común o del fanatismo de frailes y curas de escaso rango...

Unos ejemplos. El franciscano fray Antonio de Guevara, el autor de Relox de príncipes y Menosprecio de corte y alabanza de aldea, obispo de Guadix entre 1528 y 1539 y de Mondoñedo luego, veía a los moriscos, a todos los moriscos, como «agudos, astutos, resabidos, disimulados y versutos» y entre las medidas represivas que propuso en su pontificado accitano estaba rapar las cabezas a las moriscas díscolas. El doctor Galíndez de Carvajal, reputado jurista, hábil hombre de negocios y autor de unos merecidamente célebres «Anales breves de los Reyes Católicos», en su «Informe redactado con ocasión de la Junta de la Capilla Real de Granada» propone un plan aculturador de una brutalidad cuyo detalle produce pavor: uso de «mordaza a la lengua» (y no es metáfora) para reprimir la algarabía; «pena de muerte y perdimiento de bienes al que se hallase quitar el óleo santo o fregar la crisma a los niños». Gaspar de Avalos, arzobispo de Granada de 1528 a 1542, en que pasa a serlo de Santiago de Compostela, reconoce que «por ser hombre de letras no me sé poner llanamente a la altura de los nuevamente convertidos» y la carta a su sucesor en la sede granadina, Fernando Niño de Guevara, es un modelo de incomprensión y rechazo de los moriscos...


Cabe también preguntarse cómo el emperador pudo firmar esa real cédula, en que de forma sistemática condenaba y reprimía «las cosas que parecen que traen inconveniente y daño», que eran no ya las prácticas religiosas islámicas, lo que se daba por supuesto siendo los moriscos formalmente cristianos, sino cualquier costumbre diferencial de las véterocristianas (lengua, comida, vestido, baños...) a la vez que ordenaba la instauración de un tribunal inquisitorial en Granada. ¿En qué quedaba su relativismo erasmiano, su alabado irenismo? ¿Aceptaba sencillamente la sórdida evidencia de que el problema morisco era insoluble por otros medios? ¿Había hecho ya tanta mella en su imperial ánimo el cisma luterano, la dolorosa ruptura de la unidad cristiana?

Para referirse al período carolino en la cuestión morisca granadina se ha usado la expresión «modus vivendi». Expresa una realidad no del todo dramática, que el devenir cotidiano aleja mucho de la apacibilidad. No está mal, siempre y cuando se le compare con la compulsión brutal de su hijo Felipe II y de sus fanáticos «bonetes», el cardenal Espinosa, en Madrid, y don Pedro de Deza, en Granada, que acabaron en la trágica guerra de las Alpujarras y el destierro masivo de la comunidad morisca. Cabe, sin embargo, al emperador el dudoso honor de haber alumbrado un documento terrible, que sirvió de base e inspiración a los corpus represivos que jalonan su propio reinado y el de su hijo. Sería ya suficiente cargo la evidencia reiterada de que en él bebieron, y así se expresa siempre, el Sínodo de Guadix de 1554, el Concilio Provincial de 1565, la Junta de Madrid de 1566 y su feroz y definitiva secuela, la Pragmática de 1567. (También el desgarrado grito del viejo morisco, esforzado adalid de una causa perdida, Francisco Núñez Muley, en su célebre «Memorial» vindicativo, en tiempo ya imposible.) Atenúa a duras penas su grave responsabilidad el hecho de que las disposiciones de la Congregación de la Capilla Real quedaron en suspenso por cuarenta años a cambio de una cuantiosa suma satisfecha por los moriscos, y que la Inquisición, «instrumentum regni», apenas si se ocupó de los moriscos durante el reinado carolino. A quienes gustan de personalizar los hechos históricos puede consolarlos saber que la voluntad del emperador quedó lejos del lema filipino «más fe y menos farda», áspero enunciado del peor de los propósitos; que antes de dejarse ir por esa pendiente, agobios financieros al margen, prefirió legar a su hijo el grave problema. Quizá no sea improcedente recordar, que Carlos V, paralelamente, había impulsado un programa cultural y docente de notable ambición, mediante la creación de instituciones de fundación regia.Y que ese programa, corolario inmediato de la Congregación de la Capilla Real, era la vertiente positiva de su actuación. Se componía de un Estudio General, «para mejor doctrina e enseñamiento de los cristianos», que a no mucho tardar sería la Universidad de Granada, y una instrucción general para los nuevamente convertidos, «por donde sean enseñados en las cosas de la fe», que en poco tiempo originaría el colegio para morisquillos, luego de San Miguel (léase la Instrucción del emperador a fray Pedro Ramiro de Alba, arzobispo electo de Granada, de fecha 10 de diciembre de 1526).

El historiador sabe, y así lo enseña cuando puede, la inconveniencia de imputar a un sólo hombre la servidumbre o la gloria de los hechos históricos de su tiempo. (¡Ah de la historia heroística!) Se acoge a la excusa de tal dislate haber querido responder, por la vía de la urgencia memorativa, y periodística, a un enunciado concreto, «Carlos V: la política con el morisco». Pero no es suficiente. Por ello, permítasele a modo de colofón el recurso brechtiano: cuando Carlos V signaba aquella cédula oprobiosa del 7 de diciembre de 1526, ¿qué hacía el pueblo alto y bajo; moriscos, ricos y pobres, colaboracionistas y refractarios; el artesano capitalino y el labrador distante; frailes, beneficiados, curas y sacristanes; oficiales concejiles y recaudadores de impuestos..., todos los que desde siglos habían contribuido a levantar la barrera invisible del rencor y del odio, de la incomprensión y la intolerancia, de la imposible convivencia?

Fuente: .ideal.es

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